Es una gota más en el océano de inflación legislativa que, de manera sostenida y contundente, continúa engrosando los anales de legislación, devaluando y desmereciendo el verdadero significado que la ley debe tener: regular, de manera pacífica y eficaz, los intercambios entre individuos. Huelga decir que por intercambios no debe entenderse a intercambios estrictamente monetarios, sino a todos aquellos en los que las personas intervenimos y que incluyen términos éticos, emocionales y morales.
La ley salteña es sustantivamente incongruente, voluntarista y demagógica. En primer término, la misma intención de poner en pie de igualdad a las personas discapacitadas con quienes no sufren de ninguna discapacidad consiste en una abierta discriminación contra las primeras, a las que -por su sola condición física o mental- entienden disminuidos, deficientes o impedidos de pagar por sí mismos los costos de las entradas a los espectáculos que menciona.
En segundo lugar, la técnica legislativa y la redacción del artículo transcripto son notoriamente deficientes. Podría interpretarse que la eximición del costo de acceso a los espectáculos que cuenten con la organización, la promoción o el auspicio del estado provincial aplica a todos los asistentes. Es decir, los espectáculos públicos con esas características serían de acceso gratuito para todas las personas. Entonces, ¿cuál es el objetivo, sino un flagrante acto de demagogia populista, de sancionar una ley que expresamente identifique a los discapacitados como beneficiarios del acceso gratuito... disponible para todas las personas que asistan a esos espectáculos?
Sin embargo, del resto del articulado de la ley surge que, en realidad, la ley ordena una discriminación más grave aún de la que se percibe en el primer artículo: las personas discapacitadas (y un acompañante) están habilitadas, a partir de esta ley, a ingresar a los espectáculos sin pagar la entrada correspondiente. Así, ¡la desigualdad es manifiesta! Mientras que algunas personas abonan su entrada, los discapacitados, por ningún otro criterio que no sea su condición física, no lo hacen. Entonces, ¿a qué igualdad se refiere la norma? ¿Qué entiende por “igualdad”?.
Por supuesto que hasta el último y más mínimo detalle administrativo -sobre cómo, cuándo y dónde conseguir las entradas gratuitas- está también regulado en la ley. Pero no indica quién, si no el empresario teatral o de espectáculos, será el encargado de correr con el costo de esas entradas gratuitas.
El fundamento populista.
En el artículo 4º se indica que este régimen discriminatorio será de aplicación al 2% de la totalidad de la capacidad del lugar donde se desarrolle el espectáculo, o al menos 6 butacas, lo que resulte superior. Es decir, en una sala pequeña, esas 6 butacas podrían alcanzar el 20% o 30% de la totalidad de espacios disponibles.
De esta disposición se traduce cuál es el criterio que -en general- los legisladores tienen de los empresarios, en este caso, de espectáculos. Una de las características del populismo es la identificación de una figura claramente distinguible que encarne al “enemigo”. En los populismos de izquierda (como los gobiernos nacional y provinciales argentinos), ese “enemigo” es el empresario, “la patronal”, “el capitalista”. En tal sentido, no es de extrañar que con absoluta liviandad la ley salteña 7787 imponga al empresario de espectáculos la obligación de afrontar el costo de ese 2% de localidades o 6 butacas gratuitas.
No debe entenderse, en absoluto, que la solución vendría de la mano de la estatización de ese costo. Que fuera el estado provincial el que subsidie esos lugares gratuitos tampoco sería una solución institucional, en tanto los derechos y patrimonio de muchos contribuyentes se verían burlados con tal medida.
Otra de las características del populismo es su funcionamiento en el marco de idealizaciones coyunturales, o en el campo de lo que sería “deseable” que ocurriera. Sin embargo, la realidad siempre se impone, y lo que -en realidad- sucede es que esta regulación impacta de lleno en el cálculo económico que el empresario de espectáculos deberá hacer al momento de decidir la presentación del evento y el costo de las entradas.
Sabiendo que, el 20% de la totalidad de espacios, o al menos 6 butacas, podrían, eventualmente, ser obligatoriamente cedidas a discapacitados, pues entonces el costo de cada una de las restantes butacas será superior al que tuviera de no existir esta regulación, en tanto el costo de las 6 butacas deberá prorratearse entre todos los lugares disponibles restantes.
¡Esas concepciones “neo-liberales”!
El contenido de este comentario sería, sin lugar a dudas, tildado por la abrumadora mayoría de la academia humanista y de ciencias sociales como de neto corte “neo-liberal”.
La razón es que criticar esta ley provincial salteña impone defender el derecho a la propiedad privada no sólo del empresario de espectáculos, quien se vería obligado a ceder gratuitamente los lugares para discapacitados, sino de los consumidores de las restantes butacas, quienes estarían pagando por las mismas más de lo que hubieran pagado de no existir esta ley.
Sin embargo, podría contestarse a esta crítica que, la misma teoría del valor marginal, sostenida por Carl Menger y la Escuela Austríaca de Economía, confrontarían de plano con esa premisa, en tanto el costo de la entrada pagada (aún siendo más cara de lo que sería de no existir la ley 7787) demuestra la preferencia del consumidor por ellas, en vez de mantener en su poder el dinero abonado.
Sin embargo, y aunque lo dicho es, efectivamente, así, la importancia de criticar este tipo de intervencionismo estatal radica en un criterio más amplio que el interés del empresario, del discapacitado o del consumidor.
La crítica se articula desde un doble espectro a considerar: por un lado la cuestión económica, en sí misma. Y por el otro, la cuestión de filosofía política que sustenta la crítica moral.
En cuanto a la cuestión netamente económica, el sobreprecio pagado por los consumidores es perjudicial para el agregado social, por la simple razón de que todos los recursos son escasos, mientras que las necesidades son infinitas. El intervencionismo estatal lleva a que el sobreprecio de las butacas gratis prorrateadas se destinen a un fin que podría no ser el más eficiente a los fines de crear productos o servicios que agrandaran la riqueza disponible, y aumentaran la cantidad de necesidades satisfechas.
Por el lado de la crítica filosófica, al inicio de este comentario se menciona la incongruencia de pretender equiparar en derechos a las personas discapacitadas, siendo que es altamente improbable que cualquier empresario, de espectáculos, en este caso, prohiba el ingreso al mismo a una persona con tales características físicas. Al fin y al cabo, la propiedad privada es un insuperable instrumento para la tutela de los derechos humanos, en tanto el pago de la entrada por parte de una persona discapacitada o no es -en definitiva- a lo que aspira el empresario al momento de brindar el espectáculo. Las condiciones particulares de los consumidores quedan por completo diluidas y opacadas, frente a la contundencia del pago en moneda por la entrada al espectáculo.
En estos términos, identificar a los discapacitados como tales, con el objetivo de “igualarlos” a quienes no sufren ninguna discapacidad es no sólo una contradicción en términos, sino un gesto de populismo obsceno que, como todo colectivismo, no tiene inconveniente alguno en considerar a los individuos como medios para alcanzar otros fines. Así, los “discapacitados” son una excelente escalera a la cima de la demagogia, fin último de cualquier político que se precie de tal.
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