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La Depreciación de la Ley


¿Para qué sirve la ley? La ley es un instrumento que puede ser más o menos eficaz, según el uso que se le de. Desde la perspectiva ius-naturalista a la que adhiero irrenunciablemente, la Ley, entendida como aquella norma positiva, es decir, sancionada de manera legal y legítima, es distinta al Derecho, posterior a éste y al Estado que la la legitima. Podría decirse que la ley es el continente y el Derecho es el contenido.


Pero esta caracterización no significa, en absoluto, una escala jerárquica entre la ley y el Derecho, ya que -a lo largo de los tiempos- la ley ha demostrado tener una entidad propia sustantiva y por demás significativa, en tanto su avance y sofisticación sirvió para nada más y nada menos que pacificar a los hombres, y alejarlos paulatinamente del estado de confrontación y guerra permanente del que -lamentablemente- la humanidad no terminó de salir. Pero los avances en materia de organización social, considerando los últimos 3800 años transcurridos desde la aparición de la primera ley escrita de la que se tenga noticia (el Código de Hammurabi) demuestran la premisa: la ley sirve para organizar, de manera pacífica, a las sociedades.


Después vinieron Hobbes y Locke, que echando mano a un recurso retórico como lo es “el estado de naturaleza” y “el contrato social” le dieron un tono poético a la cosa. Pero, en rigor de verdad, nunca hubieron tales estado de naturaleza y contrato social, sino que las leyes se fueron desarrollando en exclusivo mérito al orden espontáneo, identificado primero por Adam Smith y profundizado en su estudio y consideración por Friedrich Hayek. A diferencia de lo que plantean sus detractores, el orden espontáneo originó todo lo contrario a la anarquía. Dio lugar a un sistema de regulación que, en algún momento, registró de manera acabada aquellos acuerdos y experiencias de intercambios e interrelaciones más eficientes.


Así, la ley es el hecho social que más exitosamente canaliza a las instituciones. Las grandes ventajas que el sistema legal (en mayor medida el common law) trae aparejado son muchas. Es un mecanismo igualador en tanto equipara y pone en un pie de igualdad (en estas épocas en las que la igualdad es un valor tan preciado para muchos) a ricos y pobres, altos y bajos, rubios y morenos, hombres y mujeres. Son las instituciones, de signo positivo y/o negativo, las que se encarnan en las leyes. Es decir, la ley, en estados con democracias liberales y sistemas de gobierno republicanos, sería el salvavidas contra la tempestad de designios volátiles y temporales de quienes ostentan el poder y el gobierno. Recordemos la magia de la ley: todos, gobernantes y gobernados, somos iguales ante ella.


De ahí la importancia fundamental de velar por un sistema legal sano, natural, orgánico (sin “aditivos químicos”). Ese sería un sistema legal ordenado, austero, mesurado, sólido en forma y fondo, y, por sobre todas las cosas, merecedor de un respeto reverencial, lo que se
traduciría en una convicción cultural profundamente arraigada de que la ley debe ser cumplida. Sólo esta concepción y esta interpretación de la ley como una jerarquía abarcadora de todos los individuos nos puede dejar a salvo de las veleidades del administrador de turno.


Nada de eso sucede en la Argentina. La institucionalidad brilla por  su ausencia, y los personalismos  se agravan.  La reciente sanción de la ley de presupuesto así  lo  demuestra. Pero no es el objetivo de este comentario profundizar sobre aspectos puntuales de la misma, sino invitar a reflexionar sobre las consecuencias que tiene, para la Nación toda, la desvirtuación, depreciación y desvalorización de la ley.


El gobierno de turno también tiene la mayoría en el Parlamento. Por lo que es muy llamativo que mientras se jacta de haber sido la causa del crecimiento económico a tasas chinas, y de haber plasmado la “inclusión social” (lo que para muchos de nosotros es, en realidad, asistencialismo perjudicial para los propios destinatarios de la dádiva) simultáneamente sus diputados reflejaron los votos suficientes para sancionar, “con fuerza de ley”, una mentira tan flagrante que ya ni siquiera encuadra en alguna de las categorías lógicas de falacias.


El objetivo es, obviamente, mantener la discrecionalidad del Poder Ejecutivo en el uso de los recursos, sin necesidad de pasar por el trámite republicano que la Constitución Nacional impone, el que consiste en hacer intervenir ineludiblemente al Parlamento para la aprobación del presupuesto nacional. Lo que es, ni más ni menos, uno de los check-and-balances que el sistema de gobierno republicano imprime a la organización nacional.


El sistema de la emergencia, consentido por la Corte Suprema de Justicia en sucesivos pronunciamientos, es el culpable. Pretender la solución a problemas institucionales birlando la institucionalidad no hace más que agravarlos. Así, las consecuencias de enrolarse en esta teoría legal, y en la práctica, de votar leyes que la refrenden, conlleva a perpetuar los personalismos, dejarnos librados a los volátiles designios de los hombres y mujeres que hacen del poder político su carrera, objetivo y obsesión, y eliminar la igualdad tan ansiada (aquella que nos equipara ante la ley). Pero, fundamentalmente, la sanción de leyes huecas y cacofónicas genera incentivos negativos. La idea de que la ley no sirve para nada se generaliza; los intercambios (económicos, civiles, morales) se plantean como un juego de suma cero en el que la confrontación es la estrategia dominante; el cortoplacismo se impone; no hay expectativa de sustentabilidad ni de seguridad jurídica y, en suma, todas las garantías que la institucionalidad promete y cumple se convierten en oportunidades irremediablemente perdidas. Se produce un estancamiento (económico, civil, moral) que se convierte en retroceso, poniendo a la Nación en un estado muy parecido al que presuntamente fue el “estado de naturaleza”.


Las libertades se pierden, los contratos se violentan, no hay estabilidad en la posesión y la receta que Hume nos legó  se cumple... por oposición. Somos súbditos en lugar de ciudadanos, y el relativismo moral se impone por sobre todo criterio de corrección, ética y justicia.

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